lunes, 31 de agosto de 2009

Si no has ido a un spa, todavía no te puedes morir

Esta mañana viví una experiencia única. Yo, toda escéptica con el tema, jamás creí que una sesión de spa hiciera por mí lo que terminó haciendo.

El día comenzó estresado (para variar), no había dormido bien la noche anterior (¡maldito insomnio!), me había despertado más temprano que de costumbre, los problemas me agobiaban, me sentía exhausta, poco dispuesta, con ganas de tirar la toalla… En fin.

Por mi cumpleaños (en mayo, y estamos a fines de agosto, ¡miren lo escéptica que soy!), mi novio me había regalado una sesión de “Aroma Relax” en Amarige, el spa de Gisela Valcárcel. A mi favor, debo argumentar que ahora ya no tienen la sucursal de San Isidro (que me quedaba más cerca, porque vivo en Barranco), sino solo la de Chacarilla. Yo decía que iba a regresar más estresada por tener que manejar de vuelta toda la Av. Primavera y que la sesión habría sido por las puras. Error: déjenme que les cuente.

Llegué por la Av. Primavera y doblé en Velasco Astete. Crucé bien las avenidas, como corresponde (o sea, no hice la vuelta en U por si acaso estuviera prohibido), y llegué con 15 minutos de antelación a mi cita de las 11am.

Cuando llegué al sitio, estaba llenísimo de carros. Pero en un rinconcito pude divisar que había servicio de valet parking, por lo que me estacioné en la misma puerta y esperé que el muy amable señor se acercara a recibir mis llaves, lo cual hizo con una sonrisa encantadora.

Seguí por el pasillo de la entrada y abrí la puerta para ingresar al recinto. Era como un salón de belleza, con muchas chicas pasando de un lado a otro, espejos delante de cada asiento, máquinas secadoras, cepillos de cabello, y con ese color blanco característico de las luces que hacen ver frío el lugar: típico de una peluquería.

Había dos señoras delante de mí siendo atendidas por la recepcionista, así que esperé pacientemente detrás de ellas. No tuve que hacerlo por mucho tiempo, ya que otra señorita habría divisado mi “tarjeta regalo” y vino en mi búsqueda.

Nuevamente, muy amablemente y con la sonrisa encajada en su rostro con absoluta sinceridad, se ofreció en conducirme hasta el lugar que correspondía a la zona de spa. Claro, ya decía yo, en ese mismo lugar no podía quedar el spa. Y aunque no tenía expectativa alguna sobre la decoración o ambientación del lugar, imaginaba que uno no puede relajarse con esa luz blanca, ¡ni hablar!

Atravesamos unos recovecos que me parecieron laberínticos y llegamos hasta otro mostrador. Eso sí que era bonito: cataratas en las paredes fluyendo sobre cantos rodados, velas de colores cálidos que dejaban brotar aromas deliciosos, madera y piedra mezcladas en una arquitectura exquisita.

Cuando hube sido entregada al personal correspondiente, se me hizo llenar una ficha de datos, se me explicó brevemente el procedimiento que seguiría y se me condujo hasta los cambiadores, donde me ofrecieron guardar mi ropa en un casillero, me ofrecieron una bata, unas sandalias y ropa interior desechable.

Todo muy bien hasta ese momento, pero tengo que decir dos cosas: a) las sandalias: eran de talla cuarenta y pico (y yo que soy 37), me quedaban enormes. Además, eran de plástico. Creo que en este caso, unas pantuflitas de algodón hubieran quedado más cómodas. b) la ropa interior descartable: lo siento, pero también deberían tener ¡tallas! Esta parecía para una persona muy, muy grande. Yo peso 52 kilos (me pesé esta misma mañana en esas balanzas de clínica) y la ropa interior me quedaba más que bailando.

Igual, feliz como estaba de comenzar esta aventura, me olvidé de las sandalias y la ropa interior desechable (porque por dentro me reía de mi facha) y seguí a la señorita hasta el sauna. Nunca había estado en uno y no tenía idea de lo que me esperaba. Claro, uno siempre oye hablar del tema y sabe, por películas o demás, de qué se trata. Pero ¡hasta que no has estado ahí, no tienes idea!

De camino al sauna, tuvimos que atravesar una salita previa con tres butacas preciosamente vestidas, con mesitas de noche y velas encendidas. El ambiente emanaba un aroma extraordinario, una mezcla de cítricos y hierbas. La iluminación era cálida, siempre baja. Daba la impresión de estar bajo tierra. Yo solo pensaba, “no sigan avanzando, si aquí es donde me quiero quedar (¡para siempre!)”.

Pero seguimos hasta el sauna: un cuarto pequeño cubierto de losetas de color marrón claro, o más bien como la tierra naranja (me imaginé que podía estar en un spa del Cañón del Colorado). La estancia era reducida, pero había escalones grandes para sentarse, y en la parte baja, un respiradero con hojas de eucalipto o alguna hierba muy aromática encima.

Cuando la señorita me dejó en el lugar, con mi toalla en mano, pensé en sentarme. Luego, al ver que era la única allí, comprendí que sería más provechoso recostarme y comenzar la relajación. Y así fue. Me tumbé sobre la toalla, cerré los ojos y me dejé llevar por ese olor tan penetrante y reconfortante que estaba sintiendo.

Pasaron diez minutos de puro disfrute sobre mi toalla, con el pleno convencimiento de que esta no podía ser la primera y única vez que realizaba este experimento. Mientras estaba dentro, jugaba abriendo y cerrando los ojos, a ver si ellos también sudaban. Finalmente, lo único que lograba ver era un vapor tremendamente denso y delicioso que, según yo, me hacía eliminar las toxinas. La sensación de sudar eucalipto se me quedó grabada y disfruté mucho, muchísimo esa primera fase.

Lo único que me sacaba del encanto de la “selva de brumas” era el sonido ahogado de la máquina que expulsa el vapor. No sé si así suena en todos los saunas, pero aquí lo sentí un poco invasivo. Si en vez de ese sonido, hubiera habido una cálida música envolvente, la experiencia hubiera sido aún más cautivadora.

Luego vino la ducha. Seis chorros que venían de dos posiciones distintas y que llegaban justo a la altura adecuada como para no mojarse la cabeza. Una sensación extraña, pero a la que uno se acostumbra automáticamente. A todo lo bueno es fácil acostumbrase, ¿no?

Seguidamente, me sequé, tomé un poquito de agua que había en el recibidor (habían jarras y vasos ya dispuestos), y la señorita me indicó el lugar donde debía seguir con el tratamiento.

Fue ahí cuando mi anfitriona cambió y fui cedida a otra señorita, igual de suave, amable y cortés que la primera, que me indicó que pasara a una habitación en la que se encontraba una especie de cama, con cálidas velas y un aroma excepcional.

Me tumbé en la cama y me rendí a las manos expertas de la señorita, a los olores penetrantes, a la tenue luz, a la música ambiental. Todo daba una sensación de relajo total, de paz, de que el mundo afuera en realidad no existe, que se trata de una ilusión. Y contrariamente a lo que todo el mundo debe pensar fuera, lo de allá es mentira, y esta experiencia, esto sí que es real.

Mientras iban untándome con aceites sanadores y masajeando cada parte de mi cuerpo hasta convertirlo en un amasijo de músculos laxos, me iba perdiendo en la magia del ambiente que mi cabeza iba recreando. Un maravilloso sonido de troncos sobre el agua me daba la sensación de estar experimentando la paz más absoluta que jamás sentí.

Fue divertido cuando en medio de mi cuento de hadas (por los bosques fantásticos y cataratas indescriptibles que mi mente iba formando), apareció el sonido de una rana croando… Eso sí que me sacó de la “realidad”. No pude parar de reír en mi interior y pensar que en todo caso, me había cruzado con el cuento de “La princesa y el sapo”, que mi mamá le lee de vez en cuando a mi hija de tres años.

Igualmente, el relajo continuó, la música siguió fluyendo y la sensación de flotar en el agua se extendió hasta que la señorita terminó la sesión y me dejó boca abajo descansando… Se imaginan lo que es estar tan, pero tan relajada, que te quedas dormida y son tus propios ronquidos los que te van despertando cada cierto momento… ¡Qué roche! Igual seguí roncando envuelta en la música, los olores y la calidez del ambiente.

Mi tiempo terminó… La amable señorita vino a preguntarme si estaba bien, y seguidamente a indicarme que ya podía retirarme… Nooooooo… Yo pensaba: ¿qué, esto no era de por vida? ¿No me iban a alimentar por un tubo para no tener que moverme nunca más? :(

Como en todos los cuentos de hadas, siempre hay un fin, y este había llegado. Sin embargo, la experiencia se iba a quedar conmigo para siempre y mientras me vestía, estaba segura de que en algún momento la repetiría.

De camino a mi casa, manejando por la ahora encantadora Av. Primavera (porque a esa altura todo me parecía maravilloso), mi oídos parecían sordos, mi vista nublada, mi cuerpo suave y humectado, relajado. Me pasé toda la tarde en una bruma exquisita, caminando sobre hierba imaginaria, con voces que parecían como provenientes del agua, y mis pasos ligeros, como flotando.

No sé qué habrá después de la muerte, si hay un cielo que nos espera o qué, pero ahora estoy convencida de que si no has ido a un spa, todavía no te puedes morir.