martes, 1 de septiembre de 2009

¡Pamplinas!… Digo, "Caplina"

Hace tiempo se nos viene rondando, a mi novio y a mí, la idea de aprovechar al máximo los beneficios que ofrece el BCP con sus cupones de descuento, especialmente en lo que a comida se refiere. Así que el domingo que pasó, nos aventuramos a "Caplina". Digamos que el solcito de agosto, un domingo relajado sin las niñas y un nada despreciable 50% de descuento nos guiñaron el ojo. ¿Alguien se puede resistir a esta excelente combinación?

Llegamos temprano al local de Miraflores de General Mendiburu y con todo el tiempo del mundo a nuestro favor, miramos la carta entera para deleitarnos. Yo tengo la manía de querer leerlo todo primero y escoger después, así que suelo demorarme en imaginar cada uno de los platos en mi mente, para luego aterrizarlos en mi boca. Si ambos están de acuerdo en que es la mejor opción, recién ahí llega el momento decisivo: el uno o el otro.

Para mi mala suerte, los platos ofrecidos estaban redactados de una manera, digamos, poco "afinada": no invitaban mucho a la imaginación, ya que no eran suficientemente descriptivos o estaban escritos sin mucho cuidado de estilo. ¡Qué importante el hecho de que estén bien presentados, no provocaba nada la lectura! Ahora comprendo lo indispensable de escribir bien la carta de un restaurante.

Haciendo caso omiso a la redacción, nos concentramos en pedir las exquisiteces que podrían sonar interesantes. Lo que sí había era muchos platos para escoger, todos ellos bien organizados sobre sus rótulos. Así que para no hacer esperar al mozo, van dos Cusqueñas bien heladas, para comenzar y extender el momento de la elección.

Teníamos ganas de comida más gourmet, así que lo clásico fue dejado de lado. Entonces, miramos las "manos" (que así las llaman): un set de 5 cucharitas de entradas frías. Pedimos la "Mano Yungay" (pescado con una salsita de ocopa) y la "Mano Mariscuyá" (picadito de mariscos, rocoto y apio con un juguito de maracuyá). Fue extraño, porque aunque la carta ofrecía 5 cucharas por mano (y el mozo lo recalcó), nos terminaron trayendo 6 en cada una. Mi novio dice que era para evitar la discordia.

Yo muero por la ocopa. De hecho, si tuviera que morirme ahogada en una salsa, sería esa, sin lugar a dudas. Sin embargo, la sentí demasiado aguada, sin la cremosidad a la que uno está acostumbrado de esa majestuosa salsa arequipeña. También esperaba que el pescado estuviera más fuerte, no tan blando. Así que tuvimos nuestra primera decepción de la tarde, que recién acababa de comenzar.

Todo lo contrario nos pasó con las siguientes 6 cucharitas: las de maracuyá. Una mezcla estupenda de un picante poderoso, pero soportable; una fruta de la pasión fuerte, presente y haciendo un maridaje fantástico con los trocitos de mariscos; y el apio y el rocoto coronando la mezcla. Una muy excelente combinación que bailó festejando en nuestra boca.

Si seguimos la lista de mis top 5, las causas están dentro de ella. Personalmente pienso que no hay forma de resistirse a una buena masita de papa con el ají tan peruano, el toque exacto de nuestro característico limón ácido y el punto de sal necesario. Así que en nuestra orden no podía faltar una de sus versiones, la elección fue la "Causa gratinada con camarones y corvina".

Cuál fue la tremenda decepción cuando vino a nosotros el puré de papas más soso que jamás probé. ¡No lo podía creer! Yo pensaba: "esto es para denunciarlos: ¡vender puré de papa como si fuera causa, no tiene nombre!". Además, el gratinado no mostraba generosidad en su queso y la salsa que coronaba el plato era tan suave que casi no se percibía el sabor. Los camarones estaban bien, aunque un tanto secos para mi gusto, y la corvina, pobrecita, era tan insípida, que no se le hizo justicia. ¡Qué culpa tiene (la corvina y la causa)!

Los dos platos de fondo que pedimos tenían que ser especiales, uno sobre todo, ya que estaba anunciado en el pizarrón de la entrada: "Espada en barbacoa en saúco" (¿esa redacción es mía o de ellos? Vamos a hacerles un favor y decir que lo copié mal). La sumilla mencionaba: pisco, rocoto y saúco con salsa de barbacoa. Lo siento, pero el sabor fue tremendamente atroz. Del pisco, apenas se dejaba sentir; del rocoto, si te vi no me acuerdo; y el saúco no sé dónde lo dejaron, porque no había ni rastro, todo era salsa barbacoa. ¡Salsa barbacoa! ¡No puede haber nada menos inventivo! Yo que alucinaba los pedacitos de saúco ahí flotando (como en la mermelada) entre una salsa maravillosa con aroma de pisco y el rocoto presente con un "toque" de salsa barbacoa... Un crimen, sinceramente.

Otra cosa que no comprendo es cuando te ofrecen un plato en la carta y no mencionan todos los acompañamientos. Este venía con una especie de risotto con queso parmesano encima. ¡Horrible! Bueno, si intentaba ser un risotto, fatal. Si era arroz normal, ya no sé qué decir. No había sabor (¿o la salsa barbacoa había matado todo lo demás?).

Finalmente, el último plato fue un "Adobo de pez espada" (no podíamos resignarnos a matar al pez espada de esa forma con la salsa barbacoa), así que pedimos esta delicia que terminó siendo bastante buena. La sumilla rezaba algo así como: tacu-tacu con cebolla glaseada, y pez espada macerado en chicha de jora y especies.

El pez espada estaba espectacular: un corte grueso, jugoso, con el macerado de chicha de jora haciéndole honor y rindiéndose ante las especies que lo coronaban como a un rey con espada, más bien. Lamentablemente, el tacu-tacu nos llegó tibio y un tanto seco. No pudimos contenernos y se lo comentamos al mozo, que inmediatamente y con suma amabilidad, se ofreció a traernos el plato como era debido. Cuando este estuvo de vuelta, nos dimos cuenta de que era el mismo plato ¡¡¡calentado al microondas!!! Como era el mismo contenido, el pez espada perdió toda la humedad que tenía por dentro, el tacu-tacu se secó aún más, y el plato terminó matándose a sí mismo.

Eso es algo que tampoco comprendo: si un comensal te comenta que la comida que le acabas de traer está tibia o fría (o sea, una queja, salvo que el plato sea de esa característica), ¿cómo es posible que te traigan la misma comida recalentada? Increíble, pero trágicamente cierto.

Sin más rodeos, el postre: de una variedad de cinco de ellos (solo recuerdo el crocante de lúcuma, el crocante de guanábana, el tres leches de vainilla y el suspiro a la limeña), pedimos el crocante de lúcuma. Cuando ofreces un postre, también (y creo que especialmente) tienes que ser delicado con el tema. Si esperas un crocante de lúcuma y te traen una especie de crema volteada de lúcuma con pecanas acarameladas y un poco de merengue a media caña... Pero no, no estuvo malo. De hecho, estuvo bastante rico, pero seamos honestos: eso no fue precisamente un crocante de lúcuma. Sin embargo, estuvo bien y el baño de chocolate le dio un toque especial, pero aun así, no terminó por deslumbrar.

Como me dijo mi novio al salir del lugar, quizá si nos hubiésemos ajustado a pedir únicamente lo tradicional (ceviches, tiraditos, etc.), esta crónica sería enteramente halagadora. Vamos a darle el beneficio de la duda y regresaremos para resarcirnos... cuando haya otro 50% de descuento.

lunes, 31 de agosto de 2009

Si no has ido a un spa, todavía no te puedes morir

Esta mañana viví una experiencia única. Yo, toda escéptica con el tema, jamás creí que una sesión de spa hiciera por mí lo que terminó haciendo.

El día comenzó estresado (para variar), no había dormido bien la noche anterior (¡maldito insomnio!), me había despertado más temprano que de costumbre, los problemas me agobiaban, me sentía exhausta, poco dispuesta, con ganas de tirar la toalla… En fin.

Por mi cumpleaños (en mayo, y estamos a fines de agosto, ¡miren lo escéptica que soy!), mi novio me había regalado una sesión de “Aroma Relax” en Amarige, el spa de Gisela Valcárcel. A mi favor, debo argumentar que ahora ya no tienen la sucursal de San Isidro (que me quedaba más cerca, porque vivo en Barranco), sino solo la de Chacarilla. Yo decía que iba a regresar más estresada por tener que manejar de vuelta toda la Av. Primavera y que la sesión habría sido por las puras. Error: déjenme que les cuente.

Llegué por la Av. Primavera y doblé en Velasco Astete. Crucé bien las avenidas, como corresponde (o sea, no hice la vuelta en U por si acaso estuviera prohibido), y llegué con 15 minutos de antelación a mi cita de las 11am.

Cuando llegué al sitio, estaba llenísimo de carros. Pero en un rinconcito pude divisar que había servicio de valet parking, por lo que me estacioné en la misma puerta y esperé que el muy amable señor se acercara a recibir mis llaves, lo cual hizo con una sonrisa encantadora.

Seguí por el pasillo de la entrada y abrí la puerta para ingresar al recinto. Era como un salón de belleza, con muchas chicas pasando de un lado a otro, espejos delante de cada asiento, máquinas secadoras, cepillos de cabello, y con ese color blanco característico de las luces que hacen ver frío el lugar: típico de una peluquería.

Había dos señoras delante de mí siendo atendidas por la recepcionista, así que esperé pacientemente detrás de ellas. No tuve que hacerlo por mucho tiempo, ya que otra señorita habría divisado mi “tarjeta regalo” y vino en mi búsqueda.

Nuevamente, muy amablemente y con la sonrisa encajada en su rostro con absoluta sinceridad, se ofreció en conducirme hasta el lugar que correspondía a la zona de spa. Claro, ya decía yo, en ese mismo lugar no podía quedar el spa. Y aunque no tenía expectativa alguna sobre la decoración o ambientación del lugar, imaginaba que uno no puede relajarse con esa luz blanca, ¡ni hablar!

Atravesamos unos recovecos que me parecieron laberínticos y llegamos hasta otro mostrador. Eso sí que era bonito: cataratas en las paredes fluyendo sobre cantos rodados, velas de colores cálidos que dejaban brotar aromas deliciosos, madera y piedra mezcladas en una arquitectura exquisita.

Cuando hube sido entregada al personal correspondiente, se me hizo llenar una ficha de datos, se me explicó brevemente el procedimiento que seguiría y se me condujo hasta los cambiadores, donde me ofrecieron guardar mi ropa en un casillero, me ofrecieron una bata, unas sandalias y ropa interior desechable.

Todo muy bien hasta ese momento, pero tengo que decir dos cosas: a) las sandalias: eran de talla cuarenta y pico (y yo que soy 37), me quedaban enormes. Además, eran de plástico. Creo que en este caso, unas pantuflitas de algodón hubieran quedado más cómodas. b) la ropa interior descartable: lo siento, pero también deberían tener ¡tallas! Esta parecía para una persona muy, muy grande. Yo peso 52 kilos (me pesé esta misma mañana en esas balanzas de clínica) y la ropa interior me quedaba más que bailando.

Igual, feliz como estaba de comenzar esta aventura, me olvidé de las sandalias y la ropa interior desechable (porque por dentro me reía de mi facha) y seguí a la señorita hasta el sauna. Nunca había estado en uno y no tenía idea de lo que me esperaba. Claro, uno siempre oye hablar del tema y sabe, por películas o demás, de qué se trata. Pero ¡hasta que no has estado ahí, no tienes idea!

De camino al sauna, tuvimos que atravesar una salita previa con tres butacas preciosamente vestidas, con mesitas de noche y velas encendidas. El ambiente emanaba un aroma extraordinario, una mezcla de cítricos y hierbas. La iluminación era cálida, siempre baja. Daba la impresión de estar bajo tierra. Yo solo pensaba, “no sigan avanzando, si aquí es donde me quiero quedar (¡para siempre!)”.

Pero seguimos hasta el sauna: un cuarto pequeño cubierto de losetas de color marrón claro, o más bien como la tierra naranja (me imaginé que podía estar en un spa del Cañón del Colorado). La estancia era reducida, pero había escalones grandes para sentarse, y en la parte baja, un respiradero con hojas de eucalipto o alguna hierba muy aromática encima.

Cuando la señorita me dejó en el lugar, con mi toalla en mano, pensé en sentarme. Luego, al ver que era la única allí, comprendí que sería más provechoso recostarme y comenzar la relajación. Y así fue. Me tumbé sobre la toalla, cerré los ojos y me dejé llevar por ese olor tan penetrante y reconfortante que estaba sintiendo.

Pasaron diez minutos de puro disfrute sobre mi toalla, con el pleno convencimiento de que esta no podía ser la primera y única vez que realizaba este experimento. Mientras estaba dentro, jugaba abriendo y cerrando los ojos, a ver si ellos también sudaban. Finalmente, lo único que lograba ver era un vapor tremendamente denso y delicioso que, según yo, me hacía eliminar las toxinas. La sensación de sudar eucalipto se me quedó grabada y disfruté mucho, muchísimo esa primera fase.

Lo único que me sacaba del encanto de la “selva de brumas” era el sonido ahogado de la máquina que expulsa el vapor. No sé si así suena en todos los saunas, pero aquí lo sentí un poco invasivo. Si en vez de ese sonido, hubiera habido una cálida música envolvente, la experiencia hubiera sido aún más cautivadora.

Luego vino la ducha. Seis chorros que venían de dos posiciones distintas y que llegaban justo a la altura adecuada como para no mojarse la cabeza. Una sensación extraña, pero a la que uno se acostumbra automáticamente. A todo lo bueno es fácil acostumbrase, ¿no?

Seguidamente, me sequé, tomé un poquito de agua que había en el recibidor (habían jarras y vasos ya dispuestos), y la señorita me indicó el lugar donde debía seguir con el tratamiento.

Fue ahí cuando mi anfitriona cambió y fui cedida a otra señorita, igual de suave, amable y cortés que la primera, que me indicó que pasara a una habitación en la que se encontraba una especie de cama, con cálidas velas y un aroma excepcional.

Me tumbé en la cama y me rendí a las manos expertas de la señorita, a los olores penetrantes, a la tenue luz, a la música ambiental. Todo daba una sensación de relajo total, de paz, de que el mundo afuera en realidad no existe, que se trata de una ilusión. Y contrariamente a lo que todo el mundo debe pensar fuera, lo de allá es mentira, y esta experiencia, esto sí que es real.

Mientras iban untándome con aceites sanadores y masajeando cada parte de mi cuerpo hasta convertirlo en un amasijo de músculos laxos, me iba perdiendo en la magia del ambiente que mi cabeza iba recreando. Un maravilloso sonido de troncos sobre el agua me daba la sensación de estar experimentando la paz más absoluta que jamás sentí.

Fue divertido cuando en medio de mi cuento de hadas (por los bosques fantásticos y cataratas indescriptibles que mi mente iba formando), apareció el sonido de una rana croando… Eso sí que me sacó de la “realidad”. No pude parar de reír en mi interior y pensar que en todo caso, me había cruzado con el cuento de “La princesa y el sapo”, que mi mamá le lee de vez en cuando a mi hija de tres años.

Igualmente, el relajo continuó, la música siguió fluyendo y la sensación de flotar en el agua se extendió hasta que la señorita terminó la sesión y me dejó boca abajo descansando… Se imaginan lo que es estar tan, pero tan relajada, que te quedas dormida y son tus propios ronquidos los que te van despertando cada cierto momento… ¡Qué roche! Igual seguí roncando envuelta en la música, los olores y la calidez del ambiente.

Mi tiempo terminó… La amable señorita vino a preguntarme si estaba bien, y seguidamente a indicarme que ya podía retirarme… Nooooooo… Yo pensaba: ¿qué, esto no era de por vida? ¿No me iban a alimentar por un tubo para no tener que moverme nunca más? :(

Como en todos los cuentos de hadas, siempre hay un fin, y este había llegado. Sin embargo, la experiencia se iba a quedar conmigo para siempre y mientras me vestía, estaba segura de que en algún momento la repetiría.

De camino a mi casa, manejando por la ahora encantadora Av. Primavera (porque a esa altura todo me parecía maravilloso), mi oídos parecían sordos, mi vista nublada, mi cuerpo suave y humectado, relajado. Me pasé toda la tarde en una bruma exquisita, caminando sobre hierba imaginaria, con voces que parecían como provenientes del agua, y mis pasos ligeros, como flotando.

No sé qué habrá después de la muerte, si hay un cielo que nos espera o qué, pero ahora estoy convencida de que si no has ido a un spa, todavía no te puedes morir.

viernes, 24 de julio de 2009

El hijo de una rana que canta

Yo vivo en Barranco. Le tengo un afecto especial a esta parte “tradicional” de Lima. Sin embargo, debo reconocer que aquí no es tan fácil encontrar lugares ricos –y baratos- donde se coma realmente bien. La buena noticia es que ya tenemos uno.

La primera vez que escuché sobre el “Canta Ranita”, pensé que se trataba de una broma cariñosa (y de hecho sigo pensando que lo es). Se trata de un puestito arrinconado al final del mercadito de la calle Unión, en Barranco. El lugar, regentado por el hijo del dueño del original “Canta Rana” (también en Barranco), se hace cargo de los pocos metros cuadrados que ahora son de su entera responsabilidad.

Aconsejada por una amiga que se hizo mi cómplice, un día me decidí y fui a probar. Debo reconocer que al principio estaba bastante escéptica y ni me atreví a probar la sopita de choros que buenamente te dan de cortesía.

Sin embargo, al cabo de un tiempo, me di cuenta de que me estaba volviendo una adicta. Comencé a ir compulsivamente, casi todas las semanas. Amigos, conocidos, novio, familia, todos comenzaron a desfilar conmigo por el “Canta Ranita”, y así fue como al cabo de pocas semanas, ya había probado todos y cada uno de los platos, incluida la bendita sopita de choros (ahora indispensable en mi comanda).

Pero como todo, tengo mis favoritos y tengo que decir que el máximo del lugar es el “Tiradito apaltado”… ¡Una maravilla! Yo diría que es una mezcla de ceviche y tiradito con toques de ajo en salsita. La palta viene por añadidura encima, pero la combinación es de dioses.

Mi segundo pecado es la “Causa de pescado arrebozado”. Debo reconocer que adoro las causas, y que esta ciertamente me cautivó desde el primer momento. Se trata de una masita de papa con su toque de ají que cobijan unos filetes de pescado arrebozados con una salsita de mayonesa y tomate. Una extraña, pero extraordinaria sensación de frío y caliente en uno solo.

Para los más tradicionales, hay también arroz con mariscos, sudado de pescado, pescado frito al ajo o a la menier. Un poco más atrevido, el chaufa de pescado arrebozado. Y las siempre buenas combinaciones de ceviche de pescado o ceviche mixto con chicharrón (altamente recomendable), y el combinado estrella: “Tricolor no perdona” (ceviche, chicharrón y arroz con mariscos).

El otro día le pregunté al encargado por el tacu-tacu (lo siento, tengo una debilidad), y me contestó que por falta de espacio en la cocina le es difícil hacerse cargo de platos más complejos (sobre todo por el espacio que utilizan), pero me aseguró que tomaría en cuenta mi sugerencia.

El ritual es más o menos así: me gusta llegar y sentarme en las mesitas (que muchas veces arman al momento en que te ven entrar), ir matando la ansiedad con la canchita tan rica y en su punto de sal (muero por las que están abiertas y le ha entrado el aceite, volviéndolas más crocantes), asentir cuando me ofrecen el chilcanito, tomarlo con ganas (aunque nunca hasta el fondo, pues luego no me entraría lo demás). Pedir mi tiradito apaltado o mi causa de pescado arrebozado y entregarme a los placeres del buen comer. Acompañar mi conversación con la chicha de la señora del puesto del costado (de hecho en la carta lo dice así –y cito textualmente-: “Chicha: Sr. del costado”) y apurar el plato hasta no dejar rastro de alimento. Finalmente, sentirme satisfecha y feliz. Y volver a la semana siguiente.

Dato: hace pocas semanas hay unas chicas que llevan postres, así que hasta con la coronación del dulce nos hacen pecar.

martes, 16 de diciembre de 2008

El maltrato de la belleza

Una se llena de complejos (todos creados y recreados por la sociedad y la débil e influenciable mente que nos domina), pero ¿a que nos llenamos de complejos y presiones que no somos capaces de superar y, por tanto, guiados por ese instinto sucumbimos?

Una a los 20 años se cree regia, oye, con la gravedad a tu favor, la piel más linda, tersa, firme, suave camay... todo un bombón.

A los 25 te conservas, haces un poco de ejercicio y cualquier manzana de Newton sigue en pie de guerra. Las arruguitas ni se ven, hija. Y la celulitis es un problema que lanza señal de alarma, pero que aún no acosa.

De pronto, tienes chamba (porque la necesitas), quizá hasta marido e hijos, tu vida pasa entre la freneticada de estos tiempos y, por si fuera poco, el intento por volver a tus 20. Repito: intento.

A los 30 tu piel comienza a caerse "un poquito", a perder esa "elasticidad". Notas cómo de pronto te salen pelos que nunca te presentaron (negros horribles, siempre -Ley de Murphy-), y te miras al espejo todavía resuelta, con un aire de esperanza, sin embargo no puedes evitar el ceño fruncido o la ceja arqueada en forma cuestionadora (ni tú te la crees, pero en fin).

A los 35 ya no tienes solución. Si te sacaste el ancho por conservarte, te has salvado... aún. Si no, estás perdida (por no decir: jodida -aunque pensándolo bien, a quién le importa lo que escribo, total: ¡es mi blog!, que se jodan-).

Retomando: a los 35 ¡eres cualquier huevada! (físicamente hablando, y es que yo soy bastante exigente: conmigo y con el resto, por qué no). La cosa es que "ya fuistes".

Pero que no cunda el pánico, que no cunda el pánico... Ford y sus tiempos modernos nos trajeron la maravilla de la tecnología aplicada también a la belleza. Artificios especialmente diseñados para dejar de sentirnos como de 35 (o peor aún, de 50 o más) y volver al bombón de los 20 (pero con la experiencia, la chamba, el marido y los hijos de los 30, quitando -inclusive- la ceja maliciosamente arqueada). O sea, regia, oye.

Pero tanta maravilla parece ser sacada de un cuento, ¿no? Y además, debe ser carísimo, querida. A ver, seamos claros: la belleza cuesta, así que todo tiene un precio y el que esté dispuesto a pagarlo tendrá que asumir.

Así que finalmente decidimos invertir (porque aquí ya se trata de inversión) y apostamos por una de las mejores clínicas del mercado. Una revisioncita con el doc (las buenas noticias es que todavía no necesitas operación, lipo y esas cosas un tanto invasivas -para no decir agresivas-), y sales feliz con tu pronóstico bastante halagador (tomando en cuenta las circunstancias comparativas) y te apuntas al programa "rejuvenecedor".

La puta que los parió: 15 pinchazos en el culo y otros cuantos en la barriga para meterte un gas de mierda que te infla el tejido haciéndote sentir como si un ejército de zancudos hembra (y fíjense el nombre de la familia a la que pertenecen: culicidae o culícidos -no puede ser más preciso-) se hubieran apoderado de tu flácido, pero en el fondo pacífico trasero.

Como si fuera poco, luego de ser acribillada ferozmente, una descarga de tres millones de voltios sobre muslos, abdomen, culo y toda "el área a tratar", se desata sin tregua.

Frescamente, y como si no pasara nada, la enfermera te pregunta si "deseas dormir un ratito o si prefieres una revista", y tú, que a las justas puedes pronunciar palabra, piensas: ¿leer? ¿dormir? ¡Si a las justas puedo respirar! Esa forma de tortura de la inquisición (no la usaron con esa especie de electrodos solo porque no había ese tipo de tecnología tan avanzada, pero la idea es la misma, solo que en vez de cloruro de sodio con agua, utiliza ese gel típico de las ecografías: transmisión de electricidad) debería estar prohibida por las leyes internacionales, o al menos por las entidades de salud, carajo.

En fin, la cosa es que te la pasas "descansando" sobre la camilla durante unos 40 minutos que te parecen interminables a medida que vas pidiendo piedad a esos odiosos numeritos digitales que van disminuyendo en cámara sumamente lenta y despiadada.

Finalmente, la tercera y última etapa consiste en "masajear" la zona con una máquina "probada dermatológicamente", que no entiendo qué de dermatológica puede tener, ya que te sacan la puta madre pasando unos rodillos succionadores encima de todo el dolor precedente. De muerte.

Debo reconocer, que en la segunda sesión esta sensación disminuye significativamente y que luego de los dos procesos anteriores, este último resulta bastante más agradable, aunque preferiría decir "pasable".

Unos 30 minutos (casi un minuto por cada año de descuido, o ya -para no ser injustos con nuestra niñez-: dos minutos por cada uno de los últimos 15 años de inconciencia corporal), es el tiempo que hay que aguantar con los "masajes" reductores.

Luego de dos horas y media de ejércitos avasalladores, castigos de sinceramiento y transtornos corporales, les digo: chicas, ladies, ¡hagan ejercicio! Corran, troten, métanse al gimnasio, tomen agua, coman saludablemente. Háganlo por su cuerpo, en serio, "sus zonas a tratar" no se merecen tan mal trato... ¡Aunque ya les contaré a la sesión 12 si funciona! Ustedes ya verán si vale o no la pena.